jueves, 5 de octubre de 2017

El cine de Kieslowski



El cine de Kieslowski
 
Decía T.S. Elliot que «la poesía es todo aquello en una lengua que es intraducible» el cineasta polaco Krzysztof Kieslowski lo sabía, y por ello lo pone en boca del profesor en el primer episodio de su El decálogo (Dekalog, 1989). Por ello, no es arriesgado decir que Kieslowski buscaba en su cine una suerte de poesía intraducible, aquella que surgía con la transmisión de la emotividad dejando por completo fuera de lugar el instrumento de dicha transmisión. Incluso en su película propiamente sobre el cine, El aficionado (Amator, 1979), la cámara se revela como un instrumento insignificante, que propicia el drama pero que no es el sujeto del mismo. Ahora que vivimos tiempos donde la posmodernidad nos ha llevado a la cámara que se vuelva vanidosa, el cine de Kieslowski destaca por como sus manierismos resultan visibles pero, a la vez, intraducibles, esto es, incapaz de formar parte de una fórmula pese a la profunda reflexión que acarrean.Sin embargo, en la tarea de analizar los métodos por los que Kieslowski materializa lo intangible, esa tendencia a la poesía no supone un impedimento. Aclaro esta aparente contradicción: que su cine sea inequívocamente intraducible es algo premeditado, y lo premeditado está sujeto al análisis porque parte de un método. La querencia de su cine por recrear lo intangible tiene como consecuencia en el espectador la aparición de un campo fantasmático, una creación colectiva donde la interpretación de la imagen genera un relato paralelo y correlativo, un relato prótesis que extiende la imagen más allá de su propia materialidad, tornándose en un significante lacaniano, que sigue remitiendo a otro significante subjetivo por cada espectador que lo interpreta. Hay en Kieslowski un gusto por el plano detalle, por la fijación en las cosas nimias y triviales que adquiere un carácter fantástico y novedoso pero que también refleja el proceso interior de sus personajes. Así, el director polaco intercala con frecuencia los rostros omnipresentes de sus personajes - método ideal para la interpretación «sentida» de la que hablaba Dreyer  - con objetos o espacios que le sirven como metáfora de las heridas espirituales que afectan a sus personajes. Vemos ejemplos como el insecto huyendo de un vaso en Decálogo 2 (Dekalog dwa, 1990) que refleja la curación de la metástasis del paciente, el cristal de la puerta que se rompe en Decálogo 4 (Dekalog cztery, 1990) es la apacible relación paterno-filial resquebrajándose o el impotente tratando de insertar en un embudo la manguera de combustible en Decálogo 9 (Dekalog dziewiec, 1990), en la que quizás sea la más sencillamente freudiana de todas las metáforas de Kieslowski. Esos cambios de término entre personajes y objetos se realizan por medio de desenfoques, de cortos, pero seguros movimientos de cámara que resaltan uno u otro plano de la imagen para colocar dos grados de la realidad - el mundo interior y su simbolismo tangible - al mismo nivel, revelando, así como el trauma interno se manifiesta ante el más trivial objeto cotidiano.
Es el trauma el corpus narrativo de Kieslowski, lo que le permite construir los dilemas individuales que hacen de conflicto principal. Siendo El decálogo el paradigma, cada uno de los episodios viene protagonizado por un trauma anterior- carencias afectivas, deseos incestuosos, remordimientos, fobias, etcétera - que se resuelve dentro del propio episodio. Sin embargo, el cine de Kieslowski está lleno de una ternura hacia sus personajes, un tono que resulta muy accesible para todo tipo de público pese a las continuas desgracias que él, como demiurgo, orquesta para ellos. Ese papel divino, que queda patente en la figura crística de El decálogo o el Juez de Tres colores: rojo (Trois coloeurs: rouge, 1994) nace para crear un conjunto armónico que busca el entendimiento o una reconciliación con una realidad más cruel que las ficciones que la representan.

Kieslowski, en cuanto muestra la hermandad de la cultura occidental, ya sea por medio del Concierto Para Europa que reconstruye a Julie en Tres colores: Azul (Trois coleurs: bleu, 1993) ya sea por la tensión obviada entre el Este y el Oeste en Tres colores: Blanco (Trzy kolory: Bialy, 1994).  La cultura queda representada por la mujer, «esas figuras míticas y trascendentales» que en su trilogía de colores puede ser una Europa representada en Julie, Dominique o Valentine, pero también las Weronica y Veronique de La doble vida de Verónica (La double vie de Véronique, 1991). Ahí queda patente esa Europa con corazón en Francia y alma en Polonia; una división que imita a su propia vida y a su compromiso político. Sus primeros cortometrajes hacen de la yuxtaposición de discursos políticos y el rostro, una perfecta metáfora de la praxis del comunismo. Los rostros crean una tensión en Fabryka (Fábrica, 1971) donde los directivos son retratados en primer plano, como bustos parlantes, frente a los planos generales de los trabajadores, diferenciados por su silencio y su acción. Un recurso que Kieslowski repite al final de Paz y tranquilidad (Spokój, 1976), donde el protagonista se altera al ver como su jefe desdeña a sus trabajadores durante una cena. mientras los trabajadores, en la oscuridad y en camarilla, esperan al protagonista para golpearlo. Esa preferencia por el rostro se delata en rectificaciones de cámara que parecen abalanzarse sobre los personajes, en paneos y otros movimientos de cámara que buscan precipitadamente un contacto excesivamente próximo e incómodo para el espectador. El paso del plano subjetivo de Karol mirando a Dominique en el flashback de la boda en Tres colores: Blanco pasa, sin corte alguno, a ser un plano objetivo que muestra a ambos, una manera de primero empatizar con el personaje - y como percibe a su amada como un ideal inmutable al que se aferra escondiendo su frustración, y después para poner de relieve ese punto de vista privilegiado que su cine, tan unido a la búsqueda de esos mandatos divinos, busca en todo momento. Los recursos de cámara se muestran en la movilidad que resalta los momentos de mayor impacto, como la anunciación de la boda en Paz y tranquilidad, donde el protagonista se eleva a sus compañeros de obra a través de una plataforma. O como el camarógrafo de El aficionado sueña con nuevas películas utilizando un recurso tan fascinante como habitual, un medio claramente relevante en los inicios del cine como el marco de la ventana de un tren en movimiento, un constante travelling en nuestras vidas.

Es en los colores donde enfatiza más las atmósferas, donde el bermejo de Tres colores: Rojo nos retrotrae al angustiante paisaje de El desierto rojo (Il deserto rosso, Michelangelo Antonioni, 1964)  o el caótico y barroco mundo de No matarás (Krótki film o zabijaniu, 1988) / Decálogo 5 (Dekalog piec, 1990) se torna en una hostil maquinaria que primero empuja a Jacek a matar, y luego le castiga bajo la ley de Talión. Kieslowski no  es como otros directores que alternan del documental a la ficción -. Herzog - combinando recursos de ambos, sino que su cine de ficción parece más estilizado, buscando con ello más realismo, mientras que su cine documental es bruto y directo, sin adulterar. El cine de la inquietud moral, aquel que dice que solo existe lo que está representado, lleva a Kieslowski a desarrollar un estilo donde cualquier mensaje tiene una materialización en la pantalla de un modo directo aunque no necesariamente comprensible a primera vista. Su codificación es una herencia del régimen comunista polaco que impedía ciertas representaciones directas, que aquí se tornan tan alegóricas como las de las vanguardias soviéticas. Zizek menciona ese tan relevante paso de Kieslowski del documental al cine de ficción, con una conclusión que parte de la premisa de que «Cuando abandonas la falsa representación y te acercas directamente a la realidad, pierdes la realidad misma»; es decir, la verosimilitud se sitúa por encima de la realidad en una extraña jerarquía, que nos dice que cuanto menos "real" es algo, más representativo de la realidad nos resulta. Esta percepción paradójica se debe a nuestra manera de interpretar la realidad como un "todo" complejo e indescifrable, y por tanto, imposible de recrear cinematográficamente. Por ello, cuanto más acerca una representación a lo representado sin ser una copia exacta, más nos adentramos en ese valle inquietante en el que menos creíble nos resulta. A la hora de adaptar esto al cine de Kieslowski, vemos como sus documentales resultan extrañas estampas que en su intención de alegorías políticas resultan más artificiales que sus películas de ficción, donde los personajes - en un entorno controlado, donde la mirada es siempre dirigida y por tanto, manipulada - parecen cobrar una vida propia, generando una empatía a través de sus experiencias traumáticas.


Surge ahí la tensión entre la ética y la moral, es decir, entre un comportamiento ideal, teórico, y su aplicación cotidiana. Debemos ver aquí la diferenciación entre la ética como una serie de criterios colectivos y la moral como la interpretación subjetiva de esos mismos criterios. Así se pone de relevancia la diferencia entre la norma y su aplicación, pero también entre lo que la comunidad acepta y lo que el individuo ejecuta. No es difícil, pues, vincularlo al discurso político que Kieslowski hereda de las contradicciones del comunismo polaco. La moral es, para Kieslowski, independiente de la herencia judeocristiana e inherente al ser humano. Su actitud optimista parte de unas necesidades innatas al bienestar colectivo del hombre, en la solidaridad y fraternidad. La organización en ciclos de su obra (el decálogo o la trilogía de colores) es, por ello, una declaración de principios: esas "normas" (los diez mandamientos, los principios de la república francesa) suponen la visión colectiva, el intento de segmentar la realidad, y Kieslowski los expresa a través de individuos y sus problemas morales. Pero, ¿Hay una verdadera creencia de lo New Age en Kieslowski o es solo un instrumento narrativo? Sea como fuere, las interconexiones entre sus personajes y su capacidad para crear un universo cerrado, están ahí. Me inclino a pensar, a título personal, que hay más de mecanismo que de verdaderos actos divinos, como el teléfono que interrumpe en el momento justo en El pasaje subterráneo (Przejscie podziemne, 1973) o el narrador fantasma de Sin fin (Bez konca, 1985), que no solo explica su muerte sino su percepción mientras se transformaba en espíritu. Se pone de manifiesto la intención de Kieslowski de crear esperanza a partir del desastre, de destruir sus mundos - el ferri que se hunde al final de Tres colores: Rojo para mostrarnos a las tres presuntamente felices parejas listas para empezar de nuevo - para crear nuevas oportunidades. Su idea de un mundo como máquina de Rube Goldberg fabulística tiene una imagen espiritual, pero en ningún caso hace de la religión el centro del discurso sino el causante de su verdadero interés: la manera en la que el espíritu humano se revela ante sus contradicciones, pesos sociales, históricos y culturales que le condicionan a vivir en un mundo lejos de su ideal de vida.

Ese ideal de vida es un remanso de paz, alejado de cualquier tensión, trauma o problema de cualquier clase que le distraiga o le impida disfrutar plenamente de un modo de vida más sencillo. Esto es particularmente notable en Paz y tranquilidad (1976), donde las necesidades del ex presidiario por tener una vida ideal se ven truncadas por sus principios y la miseria que le rodea. Y se vuelve a mencionar explícitamente en El aficionado (1979) donde la búsqueda de equilibrio entre las aspiraciones y la conformidad acaban dejando a su protagonista sin nada a lo que aferrarse, sin la familia que primero inspiró su afición al cine y sin el cine que le ha arrebatado a su familia. De ahí que solo le quede su propia imagen, su confesión, su relato de cómo el cine - la construcción del relato - destruye aquello que pretende retratar, su mujer y su hija. Y es que los personajes masculinos de Kieslowski sufren siempre la irreparable pérdida del amor. La mirada masculina, la que observa y desea a la mujer presa del placer - casi siempre en brazos de otro - se vislumbra en Decálogo 6 (Dekalog szesc,1990), Décalogo 9, Tres colores: Blanco y Tres colores: Rojo. Esa mirada del hombre, el recelo ante la mujer sexualmente activa que cumple su fantasía, nos une con una de las herencias más directas del cine de Kieslowski, Eyes wide shut (Stanley Kubrick, 1999) donde el protagonista parte a compensar la infidelidad de pensamiento de su esposa en una noche en la que cumplir sus propias fantasías, solo para ser otra vez reclamado por su mujer. Aquí radica la idea masculina de la posesión sobre la mujer y, al mismo tiempo, la búsqueda de su aprobación: el marido que vuelve con su mujer en las mentadas obras de Kieslowski y en la película de Kubrick, son, en esencia, hombres que buscan no solo la total entrega de sus esposas, sino la certeza de que pueden competir y ganar contra los amantes de estas. Vuelve a sus mundos, sí, pero ya no son iguales y la inferioridad sigue enraizada en sus interiores.

Las mujeres, en cambio, parecen aferrarse al masoquismo moral del que hablaba Freud y buscan ese castigo divino a sus males. Tal es el caso de Ursula, la protagonista de Sin Fin (1985), o la Julie de Tres colores: Azul, presas del dolor por el marido fallecido. Igualmente, Dominique termina en la cárcel anhelando al esposo que despreció en Tres colores: Blanco, Dorota carga con el hijo no deseado en Decálogo 2, Sofía esperando que la niña que rechazó proteger vuelva algún día en Decálogo 8 (Dekalog oseim, 1990) o Magna de Decálogo 6 suspirando por el muchacho al que ha llevado al suicidio, igual que le ocurre a Hanka en Decálogo 9. Aquí se hace evidente los continuos paralelismos y conexiones entre las películas de Kieslowski: así, la Ursula de Sin Fin no tiene motivos para vivir tras la muerte de su marido, al igual que la Julie de Tres colores: Azul, pero solo Julie encuentra la fuerza para seguir adelante reconciliándose con su superego. Roman de Decálogo 9 y Karol de Blanco comparten su impotencia y la amenaza de la pérdida de su cónyuge, ambos escenifican de un modo u otro su propia muerte para recuperar el afecto de sus respectivas esposas. Y la inevitable mención a la relación entre No amarás (Krótki film o milosci, 1988), No matarás y sus versiones cortas - Décalogo 6 y Decálogo 5 respectivamente - nos hablan muy claro de la tendencia a reescribir, a reformular lo planteado y sacar adelante una conclusión, una tesis en constante mutación que no tiene un fin en sí mismo. El sonido también tiene una fuerza especial en Kieslowski, ya desde Z miasta Lodzi (Desde la ciudad de Lodz, 1968), que habla del paso que tiene dejar lo viejo a la nuevo a través de un concurso musical, pero también del régimen comunista en un país todavía en busca de la aceptación y la modernidad. La música de Zbigniew Preisner como un elemento de transición entre planos, que destaca especialmente en Tres colores: Azul, donde su introducción aparentemente azarosa evoca una cierta idea de libertad y sorpresa. Ahí la música no solo es relevante para la trama - el misterio de quien es el verdadero autor de la partitura - sino que es necesaria para la construcción de un paisaje interior que se adueña del espectador; la música resuena dentro de Julie como la voz o el recuerdo de su marido, su fetiche y su fobia, que le traen de nuevo el dolor del que pretende huir, al que no quiere enfrentarse. Pero curiosamente, es un recordatorio extradiegético, ¿o es que acaso no podemos considerarlo como tal a pesar de que se nos indica que suena dentro de la cabeza del personaje principal? Es una representación de un pensamiento más complejo, pero un pensamiento que toma una forma sonora muy clara. 

Esa transición musical ya estaba presente en Decálogo 2, donde también cabe apuntar un ejemplo más del magistral uso del sonido para construir los ambientes cinematográficos adecuados: el incesante goteo sobre la cama del marido agonizante deja clara su condición de moribundo, la manera en la que su universo se desintegra - como el mismo explica una vez sano - y como pierde contacto con la realidad. La misma pérdida de contacto, pero de un modo más traumático, tiene lugar en la Julie de Tres colores: Azul cuyo plano detalle de un ojo nos introduce en el gesto opuesto al "mirar", aquel que no va del interior al exterior sino en el sentido opuesto, mostrando la inanidad de la vida que afecta a un alma herida. Un alma que tiene esa música acompañada de fundidos a negros - a excepción de un curioso y descontextualizado fundido a blanco - que le golpea con los recuerdos de su marido y su hijo. Música que también es relevante en la vocación de las dos Verónicas de La doble vida de Verónica. ¿Y qué hay más relevante para nuestra doble Verónica que el sexo? Ese mismo sexo que cobra vida, precisamente, a través del sonido en Tres colores: Blanco, donde los gemidos que Dominique le dedica a Karol por teléfono son su llamada de socorro, el anhelo de «ese deseo femenino que no puede concretar» y que obliga a ambos a intercambiar roles.
Y ya que hablamos de los fundidos a negro, no podemos olvidarnos del montaje en el cine de Kieslowki, donde esas conexiones entre personajes se hacen más patentes todavía, ya sea como el hielo que se resquebraja cuando los papeles del padre se manchan de tinta en Decálogo 1 (Dekalog jeden, 1989) - y que parece un recurso heredado de Nicolas Roeg a través de su película Amenaza en la sombra (Don't look now, 1973) - o el marido que cae con su bicicleta al agua en Decálogo 9 mientras en paralelo su mujer se despierta bruscamente de un profundo sueño. También en Decálogo 1 siento un especial aprecio por la descomposición del plano de los movimientos bressionianos de las manos del padre, tanteando una realidad que se ha vuelto vacía sin su hijo. Queda patente pues - en estos y muchos otros ejemplos que han quedado en el tintero - la intención de Kieslowski transmutar un mundo de las emociones a los más fútiles actos y objetos cotidianos; de construir una nueva realidad en base a la yuxtaposición de otras dos aparentemente paralelas. Sin embargo, cabe destacar que esa realidad tangible lo es a través de la perspectiva divina que nos corresponde como espectadores, pero que no traspasa más allá de la subjetividad de sus protagonistas. Podríamos poner como ejemplo "La doble vida de Verónica", donde no es disparatado plantearse que parte de la historia sea una fantasía pues, al fin y al cabo, nuestra única prueba de que no sea así es una fotografía. Y entraríamos de nuevo en el campo de dos personas que continuaron el legado de Kieslowski: el ya mentado Kubrick de Eyes wide shut y el David Lynch de la fuga psicogénica en Mullholland Dr. (2001). ¿Será entonces que esa fusión entre el sentimiento y el objeto o el acto, es también un matrimonio entre la perspectiva subjetiva - el espectador y su avatar en la ficción, el personaje protagonista - y el punto de vista del demiurgo, el creador? Un diálogo que pretendía romper el análisis sistematizado de la realidad se convierte en sí mismo en un orden pre configurado; la poesía que se soñaba caótica está llena de ritmos (los ecos entre sus películas), acentos (sus énfasis en la historia) y aliteraciones (la música de Preisner): es una poesía según la norma. Una poesía hermosa y rebelde que se ajusta al modelo, un mundo subjetivo que se plantea a través de un narrador omnisciente, un lenguaje codificado que, sin embargo, resulta fácil de interpretar. Y es en esas contradicciones donde el cine de Kieslowski, adquiere su dimensión épica, su hálito lírico, su humanidad.

Luis Betrán






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