jueves, 19 de octubre de 2017

Dossier Alexander o Aleksandr Sokurov.

Dossier Alexander o Aleksandr Sokurov.

Prólogo sobre "El Arca Rusa"

No soy el único que piensa que, fallecido, Ingmar Bergman, Sokurov es el cineasta más importante desde hace años. José María Latorre, zaragozano como yo y recientemente fallecido, y la gran socióloga y cinéfila Susan Sontag también lo creían. Y que siendo en su juventud muy amigo del sobrevalorado Tarkowski - al que dedicó una de sus maravillosas Elegías -, careció siempre del moleto pietismo del autor de la memorable "Andrei Roublev", y poseyó/posee una cultura infinitamente superior. En pocos año, Sokurov firmó una extensa filmografía que llega hasta la exquisita y burlona "Francofonia", realizada en Francia ya que no corren buenos tiempos para Sokurov en Rusia debido a que el fascista Putin creyó verse reflejado en el "Fausto" sokuroviano.

En Sokurov siempre ha existido un impulso por filmar la historia y sus vericuetos: ya sea en su célebre tetralogía sobre las figuras tiránicas del siglo XX (Molokh, Telets, Solntse, Faust), o en sus elegías, donde concentra una concepción poética del documental que pocas veces se ha visto, o en su más actual Aleksandra (2007), el director ruso siempre ha querido tomar el pulso de la gran Historia para adentrarnos en un universo íntimo que contrasta con las grandes narraciones historiográficas. Quizás sea ahí donde resida su gran capacidad fílmica: en poetizar la historia, en transformarla en algo próximo y lejano a la vez. De ahí que Fausto (2011), sea un epílogo metafórico de la historia del siglo XX, un filme a la deriva en el magma del último siglo.

En este marco cinematográfico, en esta tendencia poético-histórica, es donde debemos considerar El arca rusa (Russkii kovcheg, 2002): en un movimiento lírico, un gran plano-secuencia de 95 minutos, la cámara de Sokurov recorre los caminos temporales del Hermitage, del gran museo ruso, en pos de una reconstrucción del flujo del tiempo que hace de la discontinuidad de las salas y la fluidez del plano-secuencia su núcleo expresivo. Así como en la mencionada tetralogía el interés principal era el de retratar rostros en el tiempo del desasosiego, y en las elegías, el del tiempo agónico, la temporalidad del fin. En el filme que nos ocupa, Sokurov tratará de pintar el rostro de la Historia, de la resurrección del tiempo. Sin más dilación abramos las puertas del Hermitage, de esa arca donde se esconden los fantasmas que el presente resucita de su largo sueño, y asombrémonos con el largo vals que Sokurov nos ha preparado.

Las reescrituras de la Historia

La historia como obra de arte es una concepción provocadora que encuentra su homólogo literario en Hayden White: la gran Historia es la obra de las obras, hija del hombre, más que del tiempo, recreación de un vacío que ha de tomar cuerpo en la imaginación creadora. Las musas han de ayudar a Clío a vestirse para poder mostrarse a ojos mortales. Sokurov arropará a la historia rusa con las vestiduras de una ficción que traerá de los confines de tiempos olvidados los fantasmas de la historia rusa. De ahí que en los primero compases de esta obra armónica, el extraño narrador del filme se pregunte si “¿se supone que debo representar un papel? ¿Qué obra es esta?”. La ficción se incrusta en la partitura de esta obra, obligándonos a participar activamente en la composición de su historia: el estatismo de todo museo, como si de una foto fija del pasado se tratara, contrasta con ese ánimo del narrador de participar, de representar su recreación. Sokurov trata de romper la concepción del museo que desarrolló Adorno según la que “museo y mausoleo no están sólo unidos por la asociación fonética. Los museos son como tradicionales sepulturas de obras de arte, y dan testimonio de la neutralización de la cultura”. Nada de eso, de las cenizas del pasado renacen, con una viveza extraordinaria, los sonidos y los personajes de ese pretérito: el museo deja de encarnar una materia inerte para convertirse en esa representación teatral que el narrador declama.

De este modo, en el filme se da una vuelca de tuerca a la momificación del arte en el museo, el realizador ruso filma la resurrección de la historia. Como si de un Ovidio contemporáneo se tratara, filma las mutaciones de la materia pretérita, su flujo. Es por ello que, durante el recorrido, el narrador nos ha llevado hasta un taller de marcos abarrotado de ataúdes: los límites de la obra de arte mortifican su poder. El arte debe mezclarse con la vida, inundar cada aspecto de ésta, de ahí que la fluidez de la cámara no sea más que una metáfora de esa continuidad entre arte y vida: la vivencia artística se funde con la historia para ser capaz de (re)significar. El marco, ese elemento que determina las barreras entre la obra de arte y la vida queda borrado en el plano-secuencia, no hay fronteras entre la vivencia de la Historia y su representación. Ahí reside el gran potencial poético de El arca rusa: en su poder de entremezclar lo excelso con lo cotidiano, el recorrido por un museo con la trasposición a ese pasado que contiene. Se trata de un arca que la cámara abre para nosotros, para que podamos observar las joyas que guarda.

De ahí la gran importancia de haber utilizado el plano-secuencia como eje del filme: dota de continuidad a las estancias divididas del museo, de la cronología histórica. Sin seguir ninguna lógica temporal, se nos muestra ante los ojos que toda la Historia es un continuo que no entiende de separaciones, el tiempo es un abismo y no una línea recta, un abismo en el que la representación artística, ese plano-secuencia, es el único punto fijo que puede acompañarnos: “¿están interesados en la belleza o sólo en su representación?”, pregunta ese enigmático marqués que acompaña al protagonista. Eso mismo se nos puede preguntar sobre la Historia: ¿estamos sólo interesados en su representación? Sokurov quiere sumergirnos en ella, mostrando a través de la artificialidad del plano-secuencia que sólo a través de la recreación podemos acceder al flujo natural de las cosas.
El canto del museo

Normalmente, cuando uno camina por un museo, el silencio es, o debería ser, el único sonido que le puede acompañar. La compañía solitaria que nos persigue mientras observamos las obras de arte, mientras recorremos las galerías inmensas en paseos temporales que nos conducen a magníficas obras, es la del poeta, la del ser que nos transporta a un tiempo especial, al tiempo del canto. Un canto silencioso, cabría decir, un canto elegíaco: el poeta, ciego como Homero, es capaz de mostrar a nuestros ojos aspectos del mundo que jamás habríamos soñado: así, las elegías de Sokurov no son un simple canto de cisne al fin de un mundo, sino una revelación de un mundo que se va y de otro que nace, algo que sólo el poeta es capaz de ver. Pero, ¿cómo consigue el cantor ofrecernos esas imágenes invisibles? La “rarificación”, la extrañeza, tan cara a los formalistas rusos, es capaz de producir una imagen que traspase las capas de la cotidianeidad para revelarnos un trasfondo imperceptible: “la rarificación de la imagen comienza cuando dos actos gemelos, ver y mostrar, ya no son naturales y se han convertido en actos de resistencia. Otra vez el plano secuencia se muestra fundamental en este proceso de revelación: a través de su movimiento, lo que vemos y lo que se nos muestra no es un proceso equiparable. Se nos muestra un recorrido a través del museo del tiempo, pero vemos sus más oscuros y excelsos recovecos, vemos más.

Hay dos maravillosas escenas que condensan toda esta idea: el marqués se aproxima a una mujer que, con exactitud y detallismo, le describe el cuadro que tienen delante, casi palpando su imagen. La cámara, recorriendo el cuadro, nos muestra esa mirada detallista de la mujer. Pero se trata de una mujer ciega: como Homero, su ceguera es capaz de revelarnos un mundo oculto tras la materialidad del cuadro, una visión que se escapa de la referencialidad para poetizar el mundo, en este caso, el pasado. En otra escena, el marqués, observando cómo una mujer establece un diálogo con un cuadro, se abraza a ella, abrazando ese diálogo vivo entre arte y vida, mientras la cámara nos muestra el cuadro: nosotros debemos ser el poeta que converse con la obra. El abrazo en el que se funden el Marqués y la poetisa no es más que la fusión de la historia y la poesía en una danza liberadora: una unión inesperada, pero un matrimonio necesario para poder cantar las obras del pasado, para revivirlas en la imagen cinematográfica.

No hay, pues, una supresión del pasado en este poema museístico, antes bien, un proceso de “ambiguación” que nos muestra el potencial de la mirada continua. Al igual que nosotros, la cámara recorre de manera continua las estancias, representando ante nosotros sucesos del pasado, mostrándonos a grandes personalidades. Pero esta capa referencial se entremezcla con la música de la poesía, con esas notas que sólo se desprenden de una mirada invisible que renace ante nosotros. De ahí que el marqués, en pleno baile real, sea capaz de decir “se me ha olvidado todo, pero estoy recordando”: la música elegíaca de la cámara de Sokurov, en esa danza que recrea el plano-secuencia, es capaz de compararse a la voz del poeta evocador, a esa idea de que la poesía es memoria... Aquel que canta, canta por recuerdo y da poder de recordar. El mismo canto es memoria, espacio donde se ejerce la justicia del recuerdo. En ese plano secuencia se funden Ovidio, el historiador de mitos, y Homero, el poeta del pasado, en una danza, en un canto que es memoria: el museo canta silenciosamente las notas de un pasado que renace, en un baile final catártico en el que la Historia vuelve a nosotros.

¿El fin de la historia?

¿Hacia dónde nos lleva este baile final? ¿Qué música sonará al final del recorrido? Traspasados los marcos inertes del museo, recorriendo las entrañas que lo constituyen, vivificando los cuadros que lo componen, el filme nos conduce a un canto elegíaco, hacia un vals final que escenifica el renacer de la historia, su resurgir entre las grietas del recuerdo y el olvido. La sección final del filme es de una capacidad lírica pocas veces alcanzada por la imagen cinematográfica: el marqués es incapaz de seguir al narrador, de seguirlo hacia la incertidumbre del pasado. Eso queda fuera de la Historia del museo. Sin embargo, el narrador continua hacia delante mientras se despide de todos (“Adiós, Europa”, proclama) y su cámara se topa con los comediantes, con sus máscaras que esconden a la vez que representan. La cámara se aproxima al exterior por una de las ventanas y la bruma, la niebla, inunda las orillas del río: “condenados a vivir y navegar eternamente”. ¿Quién? ¿La Historia, obligada a representarse eternamente ante la mirada extraña de nuevos visitantes, o la Vida, que se diluye en el líquido temporal y que nos obliga a vislumbrar más allá de esas brumas que todo lo ocultan? Una imagen que condensa el sueño de la Historia, el despertar de la Vida.

Luis Betrán

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