domingo, 22 de octubre de 2017

Introducción: Wang Bing, un cineasta crucial del cine contemporáneo ignorado en España


Wang Bing


El cineasta chino Wang Bing es un nombre crucial del cine contemporáneo. Si alguien quiere saber qué sucede en el cine documental del presente, debería ver alguna de sus películas. Su distinguible estilo observacional y su sensibilidad por los seres filmados, en medio de las transformaciones de la China del siglo XXI, lo convierten en el principal heredero del cine documental clásico, emparentándolo con nombres de la altura de Wiseman o Depardon. Mientras su brillante carrera es seguida en profundidad, sin ir más lejos, en nuestros países vecinos (festivales y proyecciones en Marsella, París, Lisboa, donde su obra está siempre presente en lugares destacados de la programación, donde es invitado a menudo, en el país galo se han publicado dos libros en España sus trabajos son ignorados por las infraestructuras de exhibición y estudio del cine.

Una vez su valía fue descubierta en Al Oeste de los raíles (Tie Xi Qu, 2003-2005) se le hizo un caso inicial en algunos pocos festivales españoles (Punto de Vista, posteriormente Documentamadrid) con sus primeras películas (He Fengming, 2007), también proponiéndole participar en algun proyecto desde instituciones culturales (CCCB). A partir de ahí, cuando su carrera toma cuerpo, el seguimiento de su obra por parte del mundo cinematográfico español es nulo. Sus últimas películas, que son obras monumentales, permanecen casi inéditas. Apenas se programó alguna vez esporádica Three sisters (San zimei, 2012) que fue estrenada en Venecia, donde ganó la prestigiosa sección Orizzonti, ganó también DocLisboa, fue programada en festivales de Europa, América, Asia y Oceanía y estrenada en salas francesas. Su impresionante ‘Til madness do us part (Feng ai, 2013), que estuvo presente en los festivales de más calidad del mundo, aseguraría que en España ni se ha proyectado. Lo mismo sucedió con Father and sons (Fu yu zi, 2014) aunque este film tiene una peculiaridad que la hace algo más inaccesible para el público que las dos anteriores. En 2016 se estrenó en la Berlinale su último largometraje, Ta’ang. De nuevo, es una película documental extraordinaria.

Las refugiadas Ta’ang

Esta película transcurre en diversos lugares fronterizos entre Myanmar y China. Ilustra el auge de un conflicto bélico que tuvo lugar durante la primera mitad de 2015 y pasó bastante desapercibido por los medios de comunicación internacionales. El conflicto afecta a la etnia Ta’ang, que da título al film. Una “pequeña” guerra, si alguna guerra puede considerarse pequeña en relación a aquellos que la sufren, que enfrenta a minorías étnicas con el gobierno dictatorial birmano, pero especialmente relacionada con la difícil región de Kokang, vinculada desde hace décadas con el cultivo y tráfico de drogas a gran escala. Wang Bing no resalta las circunstancias geopolíticas del conflicto, dando solo unas pinceladas de información al inicio y al final. Se centra en algunas personas afectadas por esta guerra, convirtiéndolas en víctimas de cualquier otra guerra, desde el presente hasta la antigüedad. No vemos ninguna acción bélica, ni heridos ni disparos, pero sus facciones atemorizadas y sus inquietantes diálogos transmiten miedo, desconcierto, frustración. A modo de contraste también hay pizcas de alegría, pues los niños pequeños encuentran siempre un buen momento para jugar o distraerse a pesar de la situación que les rodea.

Los protagonistas del filme son mujeres, las cuales acarrean niños y ancianos hacia campos de refugiados improvisados o hacia las primeras ciudades chinas pasada la frontera. El cineasta se une a ellas, filmando en estos espacios, pueblos, campamentos, caminos. En estos distintos lugares, despliega su dispositivo habitual. Filma situaciones dejando que transcurra cierto tiempo, para observarlas y darle la duración necesaria para que sintamos todo lo que sucede. Los pequeños detalles, las historias mínimas de una de esas mujeres, sus palabras y gestos, se convierten con el paso de ese tiempo en una honda descripción del ser humano, de su sentimiento a lo largo de toda su existencia. Por ejemplo, por citar una secuencia de las muchas destacables, es significativa de estos sentimientos una llamada nocturna de una joven madre que intenta localizar a los abuelos de la familia, rostro angustiado en la oscuridad, palabras entrecortadas. ang Bing destaca por filmar de cerca las personas, durante largos periodos de tiempo, y con una gran ética y respeto por los filmados. Con todo ello, acaba pasando muy desapercibido, logrando una sensación excepcional para quien visiona el filme, la de sentir la presencia del cineasta, pero a la vez sentirlo transparente. Tiene este don. Una sensibilidad singular para abrir los ojos, ver a las demás personas y permanecer ahí. Algo que no se aprende en las escuelas de cine ni tampoco viendo muchas películas como hacemos críticos y analistas.

En Ta’ang, pero, se dan unas circunstancias distintas a sus filmes anteriores. Mientras en los otros espacios (una fábrica, una casa, un manicomio) los filmados se acaban familiarizando con su presencia, aquí es una situación de emergencia, donde la figura del camarógrafo es insólita. Es la única cámara que hay y está filmando una guerra. No puede hallar toda la calma que en otras películas obtiene. Esto produce una interactuación poco habitual en su cine, alguna mirada, algún saludo, sonrisas hacia la cámara que se producen de manera espontánea. El realizador ha decidido no esconder estos encuentros en el montaje y mostrárnoslos. El cineasta se está caracterizando también por toparse con situaciones algo inseguras. Sus películas se filman con valentía, sin los complicados permisos oficiales exigidos en China. En alguna ocasión, él o su equipo fueron severamente amenazados, lo que impidió por ejemplo la continuación del rodaje de Father and sons, proyecto sobre la explotación laboral que quedó interrumpido. En Ta’ang el cineasta se acerca al perfil del corresponsal de guerra. Está rondando la primera línea de fuego, no hay protección ni presencia internacional, y al testimoniar de manera tan directa la contienda bélica pone su vida en riesgo. 

Wang Bing, a través de las refugiadas Ta’ang de su nuevo filme, nos da pie a reflexionar sobre los derechos humanos. Muestra familias que se ven obligadas a marcharse de sus hogares, estancias a la intemperie, dramáticas huidas improvisadas. Oímos batallas, morteros, nos hablan de campos de minas. Vemos el temor que les infunden los soldados birmanos, pero también los suyos propios a través de tratos despóticos, especialmente con las mujeres – como podemos comprobar en la primera secuencia del filme – y con alistamientos forzosos de hombres (“no quiero ayudarles a matar gente”, confiesa uno de los pocos varones que aparece en el filme, quien ha huido del reclutamiento). Relatos del miedo en noches de sufrimiento e insomnio. Seres humanos sin derechos humanos. Filmados con sensibilidad y amor por Wang Bing pues en ningun momento olvida como cineasta que todo ser humano es un ser humano.

Luis Betrán

jueves, 19 de octubre de 2017

Dossier Alexander o Aleksandr Sokurov.

Dossier Alexander o Aleksandr Sokurov.

Prólogo sobre "El Arca Rusa"

No soy el único que piensa que, fallecido, Ingmar Bergman, Sokurov es el cineasta más importante desde hace años. José María Latorre, zaragozano como yo y recientemente fallecido, y la gran socióloga y cinéfila Susan Sontag también lo creían. Y que siendo en su juventud muy amigo del sobrevalorado Tarkowski - al que dedicó una de sus maravillosas Elegías -, careció siempre del moleto pietismo del autor de la memorable "Andrei Roublev", y poseyó/posee una cultura infinitamente superior. En pocos año, Sokurov firmó una extensa filmografía que llega hasta la exquisita y burlona "Francofonia", realizada en Francia ya que no corren buenos tiempos para Sokurov en Rusia debido a que el fascista Putin creyó verse reflejado en el "Fausto" sokuroviano.

En Sokurov siempre ha existido un impulso por filmar la historia y sus vericuetos: ya sea en su célebre tetralogía sobre las figuras tiránicas del siglo XX (Molokh, Telets, Solntse, Faust), o en sus elegías, donde concentra una concepción poética del documental que pocas veces se ha visto, o en su más actual Aleksandra (2007), el director ruso siempre ha querido tomar el pulso de la gran Historia para adentrarnos en un universo íntimo que contrasta con las grandes narraciones historiográficas. Quizás sea ahí donde resida su gran capacidad fílmica: en poetizar la historia, en transformarla en algo próximo y lejano a la vez. De ahí que Fausto (2011), sea un epílogo metafórico de la historia del siglo XX, un filme a la deriva en el magma del último siglo.

En este marco cinematográfico, en esta tendencia poético-histórica, es donde debemos considerar El arca rusa (Russkii kovcheg, 2002): en un movimiento lírico, un gran plano-secuencia de 95 minutos, la cámara de Sokurov recorre los caminos temporales del Hermitage, del gran museo ruso, en pos de una reconstrucción del flujo del tiempo que hace de la discontinuidad de las salas y la fluidez del plano-secuencia su núcleo expresivo. Así como en la mencionada tetralogía el interés principal era el de retratar rostros en el tiempo del desasosiego, y en las elegías, el del tiempo agónico, la temporalidad del fin. En el filme que nos ocupa, Sokurov tratará de pintar el rostro de la Historia, de la resurrección del tiempo. Sin más dilación abramos las puertas del Hermitage, de esa arca donde se esconden los fantasmas que el presente resucita de su largo sueño, y asombrémonos con el largo vals que Sokurov nos ha preparado.

Las reescrituras de la Historia

La historia como obra de arte es una concepción provocadora que encuentra su homólogo literario en Hayden White: la gran Historia es la obra de las obras, hija del hombre, más que del tiempo, recreación de un vacío que ha de tomar cuerpo en la imaginación creadora. Las musas han de ayudar a Clío a vestirse para poder mostrarse a ojos mortales. Sokurov arropará a la historia rusa con las vestiduras de una ficción que traerá de los confines de tiempos olvidados los fantasmas de la historia rusa. De ahí que en los primero compases de esta obra armónica, el extraño narrador del filme se pregunte si “¿se supone que debo representar un papel? ¿Qué obra es esta?”. La ficción se incrusta en la partitura de esta obra, obligándonos a participar activamente en la composición de su historia: el estatismo de todo museo, como si de una foto fija del pasado se tratara, contrasta con ese ánimo del narrador de participar, de representar su recreación. Sokurov trata de romper la concepción del museo que desarrolló Adorno según la que “museo y mausoleo no están sólo unidos por la asociación fonética. Los museos son como tradicionales sepulturas de obras de arte, y dan testimonio de la neutralización de la cultura”. Nada de eso, de las cenizas del pasado renacen, con una viveza extraordinaria, los sonidos y los personajes de ese pretérito: el museo deja de encarnar una materia inerte para convertirse en esa representación teatral que el narrador declama.

De este modo, en el filme se da una vuelca de tuerca a la momificación del arte en el museo, el realizador ruso filma la resurrección de la historia. Como si de un Ovidio contemporáneo se tratara, filma las mutaciones de la materia pretérita, su flujo. Es por ello que, durante el recorrido, el narrador nos ha llevado hasta un taller de marcos abarrotado de ataúdes: los límites de la obra de arte mortifican su poder. El arte debe mezclarse con la vida, inundar cada aspecto de ésta, de ahí que la fluidez de la cámara no sea más que una metáfora de esa continuidad entre arte y vida: la vivencia artística se funde con la historia para ser capaz de (re)significar. El marco, ese elemento que determina las barreras entre la obra de arte y la vida queda borrado en el plano-secuencia, no hay fronteras entre la vivencia de la Historia y su representación. Ahí reside el gran potencial poético de El arca rusa: en su poder de entremezclar lo excelso con lo cotidiano, el recorrido por un museo con la trasposición a ese pasado que contiene. Se trata de un arca que la cámara abre para nosotros, para que podamos observar las joyas que guarda.

De ahí la gran importancia de haber utilizado el plano-secuencia como eje del filme: dota de continuidad a las estancias divididas del museo, de la cronología histórica. Sin seguir ninguna lógica temporal, se nos muestra ante los ojos que toda la Historia es un continuo que no entiende de separaciones, el tiempo es un abismo y no una línea recta, un abismo en el que la representación artística, ese plano-secuencia, es el único punto fijo que puede acompañarnos: “¿están interesados en la belleza o sólo en su representación?”, pregunta ese enigmático marqués que acompaña al protagonista. Eso mismo se nos puede preguntar sobre la Historia: ¿estamos sólo interesados en su representación? Sokurov quiere sumergirnos en ella, mostrando a través de la artificialidad del plano-secuencia que sólo a través de la recreación podemos acceder al flujo natural de las cosas.
El canto del museo

Normalmente, cuando uno camina por un museo, el silencio es, o debería ser, el único sonido que le puede acompañar. La compañía solitaria que nos persigue mientras observamos las obras de arte, mientras recorremos las galerías inmensas en paseos temporales que nos conducen a magníficas obras, es la del poeta, la del ser que nos transporta a un tiempo especial, al tiempo del canto. Un canto silencioso, cabría decir, un canto elegíaco: el poeta, ciego como Homero, es capaz de mostrar a nuestros ojos aspectos del mundo que jamás habríamos soñado: así, las elegías de Sokurov no son un simple canto de cisne al fin de un mundo, sino una revelación de un mundo que se va y de otro que nace, algo que sólo el poeta es capaz de ver. Pero, ¿cómo consigue el cantor ofrecernos esas imágenes invisibles? La “rarificación”, la extrañeza, tan cara a los formalistas rusos, es capaz de producir una imagen que traspase las capas de la cotidianeidad para revelarnos un trasfondo imperceptible: “la rarificación de la imagen comienza cuando dos actos gemelos, ver y mostrar, ya no son naturales y se han convertido en actos de resistencia. Otra vez el plano secuencia se muestra fundamental en este proceso de revelación: a través de su movimiento, lo que vemos y lo que se nos muestra no es un proceso equiparable. Se nos muestra un recorrido a través del museo del tiempo, pero vemos sus más oscuros y excelsos recovecos, vemos más.

Hay dos maravillosas escenas que condensan toda esta idea: el marqués se aproxima a una mujer que, con exactitud y detallismo, le describe el cuadro que tienen delante, casi palpando su imagen. La cámara, recorriendo el cuadro, nos muestra esa mirada detallista de la mujer. Pero se trata de una mujer ciega: como Homero, su ceguera es capaz de revelarnos un mundo oculto tras la materialidad del cuadro, una visión que se escapa de la referencialidad para poetizar el mundo, en este caso, el pasado. En otra escena, el marqués, observando cómo una mujer establece un diálogo con un cuadro, se abraza a ella, abrazando ese diálogo vivo entre arte y vida, mientras la cámara nos muestra el cuadro: nosotros debemos ser el poeta que converse con la obra. El abrazo en el que se funden el Marqués y la poetisa no es más que la fusión de la historia y la poesía en una danza liberadora: una unión inesperada, pero un matrimonio necesario para poder cantar las obras del pasado, para revivirlas en la imagen cinematográfica.

No hay, pues, una supresión del pasado en este poema museístico, antes bien, un proceso de “ambiguación” que nos muestra el potencial de la mirada continua. Al igual que nosotros, la cámara recorre de manera continua las estancias, representando ante nosotros sucesos del pasado, mostrándonos a grandes personalidades. Pero esta capa referencial se entremezcla con la música de la poesía, con esas notas que sólo se desprenden de una mirada invisible que renace ante nosotros. De ahí que el marqués, en pleno baile real, sea capaz de decir “se me ha olvidado todo, pero estoy recordando”: la música elegíaca de la cámara de Sokurov, en esa danza que recrea el plano-secuencia, es capaz de compararse a la voz del poeta evocador, a esa idea de que la poesía es memoria... Aquel que canta, canta por recuerdo y da poder de recordar. El mismo canto es memoria, espacio donde se ejerce la justicia del recuerdo. En ese plano secuencia se funden Ovidio, el historiador de mitos, y Homero, el poeta del pasado, en una danza, en un canto que es memoria: el museo canta silenciosamente las notas de un pasado que renace, en un baile final catártico en el que la Historia vuelve a nosotros.

¿El fin de la historia?

¿Hacia dónde nos lleva este baile final? ¿Qué música sonará al final del recorrido? Traspasados los marcos inertes del museo, recorriendo las entrañas que lo constituyen, vivificando los cuadros que lo componen, el filme nos conduce a un canto elegíaco, hacia un vals final que escenifica el renacer de la historia, su resurgir entre las grietas del recuerdo y el olvido. La sección final del filme es de una capacidad lírica pocas veces alcanzada por la imagen cinematográfica: el marqués es incapaz de seguir al narrador, de seguirlo hacia la incertidumbre del pasado. Eso queda fuera de la Historia del museo. Sin embargo, el narrador continua hacia delante mientras se despide de todos (“Adiós, Europa”, proclama) y su cámara se topa con los comediantes, con sus máscaras que esconden a la vez que representan. La cámara se aproxima al exterior por una de las ventanas y la bruma, la niebla, inunda las orillas del río: “condenados a vivir y navegar eternamente”. ¿Quién? ¿La Historia, obligada a representarse eternamente ante la mirada extraña de nuevos visitantes, o la Vida, que se diluye en el líquido temporal y que nos obliga a vislumbrar más allá de esas brumas que todo lo ocultan? Una imagen que condensa el sueño de la Historia, el despertar de la Vida.

Luis Betrán

jueves, 5 de octubre de 2017

El cine de Kieslowski



El cine de Kieslowski
 
Decía T.S. Elliot que «la poesía es todo aquello en una lengua que es intraducible» el cineasta polaco Krzysztof Kieslowski lo sabía, y por ello lo pone en boca del profesor en el primer episodio de su El decálogo (Dekalog, 1989). Por ello, no es arriesgado decir que Kieslowski buscaba en su cine una suerte de poesía intraducible, aquella que surgía con la transmisión de la emotividad dejando por completo fuera de lugar el instrumento de dicha transmisión. Incluso en su película propiamente sobre el cine, El aficionado (Amator, 1979), la cámara se revela como un instrumento insignificante, que propicia el drama pero que no es el sujeto del mismo. Ahora que vivimos tiempos donde la posmodernidad nos ha llevado a la cámara que se vuelva vanidosa, el cine de Kieslowski destaca por como sus manierismos resultan visibles pero, a la vez, intraducibles, esto es, incapaz de formar parte de una fórmula pese a la profunda reflexión que acarrean.Sin embargo, en la tarea de analizar los métodos por los que Kieslowski materializa lo intangible, esa tendencia a la poesía no supone un impedimento. Aclaro esta aparente contradicción: que su cine sea inequívocamente intraducible es algo premeditado, y lo premeditado está sujeto al análisis porque parte de un método. La querencia de su cine por recrear lo intangible tiene como consecuencia en el espectador la aparición de un campo fantasmático, una creación colectiva donde la interpretación de la imagen genera un relato paralelo y correlativo, un relato prótesis que extiende la imagen más allá de su propia materialidad, tornándose en un significante lacaniano, que sigue remitiendo a otro significante subjetivo por cada espectador que lo interpreta. Hay en Kieslowski un gusto por el plano detalle, por la fijación en las cosas nimias y triviales que adquiere un carácter fantástico y novedoso pero que también refleja el proceso interior de sus personajes. Así, el director polaco intercala con frecuencia los rostros omnipresentes de sus personajes - método ideal para la interpretación «sentida» de la que hablaba Dreyer  - con objetos o espacios que le sirven como metáfora de las heridas espirituales que afectan a sus personajes. Vemos ejemplos como el insecto huyendo de un vaso en Decálogo 2 (Dekalog dwa, 1990) que refleja la curación de la metástasis del paciente, el cristal de la puerta que se rompe en Decálogo 4 (Dekalog cztery, 1990) es la apacible relación paterno-filial resquebrajándose o el impotente tratando de insertar en un embudo la manguera de combustible en Decálogo 9 (Dekalog dziewiec, 1990), en la que quizás sea la más sencillamente freudiana de todas las metáforas de Kieslowski. Esos cambios de término entre personajes y objetos se realizan por medio de desenfoques, de cortos, pero seguros movimientos de cámara que resaltan uno u otro plano de la imagen para colocar dos grados de la realidad - el mundo interior y su simbolismo tangible - al mismo nivel, revelando, así como el trauma interno se manifiesta ante el más trivial objeto cotidiano.
Es el trauma el corpus narrativo de Kieslowski, lo que le permite construir los dilemas individuales que hacen de conflicto principal. Siendo El decálogo el paradigma, cada uno de los episodios viene protagonizado por un trauma anterior- carencias afectivas, deseos incestuosos, remordimientos, fobias, etcétera - que se resuelve dentro del propio episodio. Sin embargo, el cine de Kieslowski está lleno de una ternura hacia sus personajes, un tono que resulta muy accesible para todo tipo de público pese a las continuas desgracias que él, como demiurgo, orquesta para ellos. Ese papel divino, que queda patente en la figura crística de El decálogo o el Juez de Tres colores: rojo (Trois coloeurs: rouge, 1994) nace para crear un conjunto armónico que busca el entendimiento o una reconciliación con una realidad más cruel que las ficciones que la representan.

Kieslowski, en cuanto muestra la hermandad de la cultura occidental, ya sea por medio del Concierto Para Europa que reconstruye a Julie en Tres colores: Azul (Trois coleurs: bleu, 1993) ya sea por la tensión obviada entre el Este y el Oeste en Tres colores: Blanco (Trzy kolory: Bialy, 1994).  La cultura queda representada por la mujer, «esas figuras míticas y trascendentales» que en su trilogía de colores puede ser una Europa representada en Julie, Dominique o Valentine, pero también las Weronica y Veronique de La doble vida de Verónica (La double vie de Véronique, 1991). Ahí queda patente esa Europa con corazón en Francia y alma en Polonia; una división que imita a su propia vida y a su compromiso político. Sus primeros cortometrajes hacen de la yuxtaposición de discursos políticos y el rostro, una perfecta metáfora de la praxis del comunismo. Los rostros crean una tensión en Fabryka (Fábrica, 1971) donde los directivos son retratados en primer plano, como bustos parlantes, frente a los planos generales de los trabajadores, diferenciados por su silencio y su acción. Un recurso que Kieslowski repite al final de Paz y tranquilidad (Spokój, 1976), donde el protagonista se altera al ver como su jefe desdeña a sus trabajadores durante una cena. mientras los trabajadores, en la oscuridad y en camarilla, esperan al protagonista para golpearlo. Esa preferencia por el rostro se delata en rectificaciones de cámara que parecen abalanzarse sobre los personajes, en paneos y otros movimientos de cámara que buscan precipitadamente un contacto excesivamente próximo e incómodo para el espectador. El paso del plano subjetivo de Karol mirando a Dominique en el flashback de la boda en Tres colores: Blanco pasa, sin corte alguno, a ser un plano objetivo que muestra a ambos, una manera de primero empatizar con el personaje - y como percibe a su amada como un ideal inmutable al que se aferra escondiendo su frustración, y después para poner de relieve ese punto de vista privilegiado que su cine, tan unido a la búsqueda de esos mandatos divinos, busca en todo momento. Los recursos de cámara se muestran en la movilidad que resalta los momentos de mayor impacto, como la anunciación de la boda en Paz y tranquilidad, donde el protagonista se eleva a sus compañeros de obra a través de una plataforma. O como el camarógrafo de El aficionado sueña con nuevas películas utilizando un recurso tan fascinante como habitual, un medio claramente relevante en los inicios del cine como el marco de la ventana de un tren en movimiento, un constante travelling en nuestras vidas.

Es en los colores donde enfatiza más las atmósferas, donde el bermejo de Tres colores: Rojo nos retrotrae al angustiante paisaje de El desierto rojo (Il deserto rosso, Michelangelo Antonioni, 1964)  o el caótico y barroco mundo de No matarás (Krótki film o zabijaniu, 1988) / Decálogo 5 (Dekalog piec, 1990) se torna en una hostil maquinaria que primero empuja a Jacek a matar, y luego le castiga bajo la ley de Talión. Kieslowski no  es como otros directores que alternan del documental a la ficción -. Herzog - combinando recursos de ambos, sino que su cine de ficción parece más estilizado, buscando con ello más realismo, mientras que su cine documental es bruto y directo, sin adulterar. El cine de la inquietud moral, aquel que dice que solo existe lo que está representado, lleva a Kieslowski a desarrollar un estilo donde cualquier mensaje tiene una materialización en la pantalla de un modo directo aunque no necesariamente comprensible a primera vista. Su codificación es una herencia del régimen comunista polaco que impedía ciertas representaciones directas, que aquí se tornan tan alegóricas como las de las vanguardias soviéticas. Zizek menciona ese tan relevante paso de Kieslowski del documental al cine de ficción, con una conclusión que parte de la premisa de que «Cuando abandonas la falsa representación y te acercas directamente a la realidad, pierdes la realidad misma»; es decir, la verosimilitud se sitúa por encima de la realidad en una extraña jerarquía, que nos dice que cuanto menos "real" es algo, más representativo de la realidad nos resulta. Esta percepción paradójica se debe a nuestra manera de interpretar la realidad como un "todo" complejo e indescifrable, y por tanto, imposible de recrear cinematográficamente. Por ello, cuanto más acerca una representación a lo representado sin ser una copia exacta, más nos adentramos en ese valle inquietante en el que menos creíble nos resulta. A la hora de adaptar esto al cine de Kieslowski, vemos como sus documentales resultan extrañas estampas que en su intención de alegorías políticas resultan más artificiales que sus películas de ficción, donde los personajes - en un entorno controlado, donde la mirada es siempre dirigida y por tanto, manipulada - parecen cobrar una vida propia, generando una empatía a través de sus experiencias traumáticas.


Surge ahí la tensión entre la ética y la moral, es decir, entre un comportamiento ideal, teórico, y su aplicación cotidiana. Debemos ver aquí la diferenciación entre la ética como una serie de criterios colectivos y la moral como la interpretación subjetiva de esos mismos criterios. Así se pone de relevancia la diferencia entre la norma y su aplicación, pero también entre lo que la comunidad acepta y lo que el individuo ejecuta. No es difícil, pues, vincularlo al discurso político que Kieslowski hereda de las contradicciones del comunismo polaco. La moral es, para Kieslowski, independiente de la herencia judeocristiana e inherente al ser humano. Su actitud optimista parte de unas necesidades innatas al bienestar colectivo del hombre, en la solidaridad y fraternidad. La organización en ciclos de su obra (el decálogo o la trilogía de colores) es, por ello, una declaración de principios: esas "normas" (los diez mandamientos, los principios de la república francesa) suponen la visión colectiva, el intento de segmentar la realidad, y Kieslowski los expresa a través de individuos y sus problemas morales. Pero, ¿Hay una verdadera creencia de lo New Age en Kieslowski o es solo un instrumento narrativo? Sea como fuere, las interconexiones entre sus personajes y su capacidad para crear un universo cerrado, están ahí. Me inclino a pensar, a título personal, que hay más de mecanismo que de verdaderos actos divinos, como el teléfono que interrumpe en el momento justo en El pasaje subterráneo (Przejscie podziemne, 1973) o el narrador fantasma de Sin fin (Bez konca, 1985), que no solo explica su muerte sino su percepción mientras se transformaba en espíritu. Se pone de manifiesto la intención de Kieslowski de crear esperanza a partir del desastre, de destruir sus mundos - el ferri que se hunde al final de Tres colores: Rojo para mostrarnos a las tres presuntamente felices parejas listas para empezar de nuevo - para crear nuevas oportunidades. Su idea de un mundo como máquina de Rube Goldberg fabulística tiene una imagen espiritual, pero en ningún caso hace de la religión el centro del discurso sino el causante de su verdadero interés: la manera en la que el espíritu humano se revela ante sus contradicciones, pesos sociales, históricos y culturales que le condicionan a vivir en un mundo lejos de su ideal de vida.

Ese ideal de vida es un remanso de paz, alejado de cualquier tensión, trauma o problema de cualquier clase que le distraiga o le impida disfrutar plenamente de un modo de vida más sencillo. Esto es particularmente notable en Paz y tranquilidad (1976), donde las necesidades del ex presidiario por tener una vida ideal se ven truncadas por sus principios y la miseria que le rodea. Y se vuelve a mencionar explícitamente en El aficionado (1979) donde la búsqueda de equilibrio entre las aspiraciones y la conformidad acaban dejando a su protagonista sin nada a lo que aferrarse, sin la familia que primero inspiró su afición al cine y sin el cine que le ha arrebatado a su familia. De ahí que solo le quede su propia imagen, su confesión, su relato de cómo el cine - la construcción del relato - destruye aquello que pretende retratar, su mujer y su hija. Y es que los personajes masculinos de Kieslowski sufren siempre la irreparable pérdida del amor. La mirada masculina, la que observa y desea a la mujer presa del placer - casi siempre en brazos de otro - se vislumbra en Decálogo 6 (Dekalog szesc,1990), Décalogo 9, Tres colores: Blanco y Tres colores: Rojo. Esa mirada del hombre, el recelo ante la mujer sexualmente activa que cumple su fantasía, nos une con una de las herencias más directas del cine de Kieslowski, Eyes wide shut (Stanley Kubrick, 1999) donde el protagonista parte a compensar la infidelidad de pensamiento de su esposa en una noche en la que cumplir sus propias fantasías, solo para ser otra vez reclamado por su mujer. Aquí radica la idea masculina de la posesión sobre la mujer y, al mismo tiempo, la búsqueda de su aprobación: el marido que vuelve con su mujer en las mentadas obras de Kieslowski y en la película de Kubrick, son, en esencia, hombres que buscan no solo la total entrega de sus esposas, sino la certeza de que pueden competir y ganar contra los amantes de estas. Vuelve a sus mundos, sí, pero ya no son iguales y la inferioridad sigue enraizada en sus interiores.

Las mujeres, en cambio, parecen aferrarse al masoquismo moral del que hablaba Freud y buscan ese castigo divino a sus males. Tal es el caso de Ursula, la protagonista de Sin Fin (1985), o la Julie de Tres colores: Azul, presas del dolor por el marido fallecido. Igualmente, Dominique termina en la cárcel anhelando al esposo que despreció en Tres colores: Blanco, Dorota carga con el hijo no deseado en Decálogo 2, Sofía esperando que la niña que rechazó proteger vuelva algún día en Decálogo 8 (Dekalog oseim, 1990) o Magna de Decálogo 6 suspirando por el muchacho al que ha llevado al suicidio, igual que le ocurre a Hanka en Decálogo 9. Aquí se hace evidente los continuos paralelismos y conexiones entre las películas de Kieslowski: así, la Ursula de Sin Fin no tiene motivos para vivir tras la muerte de su marido, al igual que la Julie de Tres colores: Azul, pero solo Julie encuentra la fuerza para seguir adelante reconciliándose con su superego. Roman de Decálogo 9 y Karol de Blanco comparten su impotencia y la amenaza de la pérdida de su cónyuge, ambos escenifican de un modo u otro su propia muerte para recuperar el afecto de sus respectivas esposas. Y la inevitable mención a la relación entre No amarás (Krótki film o milosci, 1988), No matarás y sus versiones cortas - Décalogo 6 y Decálogo 5 respectivamente - nos hablan muy claro de la tendencia a reescribir, a reformular lo planteado y sacar adelante una conclusión, una tesis en constante mutación que no tiene un fin en sí mismo. El sonido también tiene una fuerza especial en Kieslowski, ya desde Z miasta Lodzi (Desde la ciudad de Lodz, 1968), que habla del paso que tiene dejar lo viejo a la nuevo a través de un concurso musical, pero también del régimen comunista en un país todavía en busca de la aceptación y la modernidad. La música de Zbigniew Preisner como un elemento de transición entre planos, que destaca especialmente en Tres colores: Azul, donde su introducción aparentemente azarosa evoca una cierta idea de libertad y sorpresa. Ahí la música no solo es relevante para la trama - el misterio de quien es el verdadero autor de la partitura - sino que es necesaria para la construcción de un paisaje interior que se adueña del espectador; la música resuena dentro de Julie como la voz o el recuerdo de su marido, su fetiche y su fobia, que le traen de nuevo el dolor del que pretende huir, al que no quiere enfrentarse. Pero curiosamente, es un recordatorio extradiegético, ¿o es que acaso no podemos considerarlo como tal a pesar de que se nos indica que suena dentro de la cabeza del personaje principal? Es una representación de un pensamiento más complejo, pero un pensamiento que toma una forma sonora muy clara. 

Esa transición musical ya estaba presente en Decálogo 2, donde también cabe apuntar un ejemplo más del magistral uso del sonido para construir los ambientes cinematográficos adecuados: el incesante goteo sobre la cama del marido agonizante deja clara su condición de moribundo, la manera en la que su universo se desintegra - como el mismo explica una vez sano - y como pierde contacto con la realidad. La misma pérdida de contacto, pero de un modo más traumático, tiene lugar en la Julie de Tres colores: Azul cuyo plano detalle de un ojo nos introduce en el gesto opuesto al "mirar", aquel que no va del interior al exterior sino en el sentido opuesto, mostrando la inanidad de la vida que afecta a un alma herida. Un alma que tiene esa música acompañada de fundidos a negros - a excepción de un curioso y descontextualizado fundido a blanco - que le golpea con los recuerdos de su marido y su hijo. Música que también es relevante en la vocación de las dos Verónicas de La doble vida de Verónica. ¿Y qué hay más relevante para nuestra doble Verónica que el sexo? Ese mismo sexo que cobra vida, precisamente, a través del sonido en Tres colores: Blanco, donde los gemidos que Dominique le dedica a Karol por teléfono son su llamada de socorro, el anhelo de «ese deseo femenino que no puede concretar» y que obliga a ambos a intercambiar roles.
Y ya que hablamos de los fundidos a negro, no podemos olvidarnos del montaje en el cine de Kieslowki, donde esas conexiones entre personajes se hacen más patentes todavía, ya sea como el hielo que se resquebraja cuando los papeles del padre se manchan de tinta en Decálogo 1 (Dekalog jeden, 1989) - y que parece un recurso heredado de Nicolas Roeg a través de su película Amenaza en la sombra (Don't look now, 1973) - o el marido que cae con su bicicleta al agua en Decálogo 9 mientras en paralelo su mujer se despierta bruscamente de un profundo sueño. También en Decálogo 1 siento un especial aprecio por la descomposición del plano de los movimientos bressionianos de las manos del padre, tanteando una realidad que se ha vuelto vacía sin su hijo. Queda patente pues - en estos y muchos otros ejemplos que han quedado en el tintero - la intención de Kieslowski transmutar un mundo de las emociones a los más fútiles actos y objetos cotidianos; de construir una nueva realidad en base a la yuxtaposición de otras dos aparentemente paralelas. Sin embargo, cabe destacar que esa realidad tangible lo es a través de la perspectiva divina que nos corresponde como espectadores, pero que no traspasa más allá de la subjetividad de sus protagonistas. Podríamos poner como ejemplo "La doble vida de Verónica", donde no es disparatado plantearse que parte de la historia sea una fantasía pues, al fin y al cabo, nuestra única prueba de que no sea así es una fotografía. Y entraríamos de nuevo en el campo de dos personas que continuaron el legado de Kieslowski: el ya mentado Kubrick de Eyes wide shut y el David Lynch de la fuga psicogénica en Mullholland Dr. (2001). ¿Será entonces que esa fusión entre el sentimiento y el objeto o el acto, es también un matrimonio entre la perspectiva subjetiva - el espectador y su avatar en la ficción, el personaje protagonista - y el punto de vista del demiurgo, el creador? Un diálogo que pretendía romper el análisis sistematizado de la realidad se convierte en sí mismo en un orden pre configurado; la poesía que se soñaba caótica está llena de ritmos (los ecos entre sus películas), acentos (sus énfasis en la historia) y aliteraciones (la música de Preisner): es una poesía según la norma. Una poesía hermosa y rebelde que se ajusta al modelo, un mundo subjetivo que se plantea a través de un narrador omnisciente, un lenguaje codificado que, sin embargo, resulta fácil de interpretar. Y es en esas contradicciones donde el cine de Kieslowski, adquiere su dimensión épica, su hálito lírico, su humanidad.

Luis Betrán